miércoles, 9 de octubre de 2013

Ameliè

Lo peor ya había pasado. Era hora de empezar de nuevo. Apartó la mirada de sus
hermanas caídas, levantó su paquete y partió hacia la colmena. La miel del Paraíso.
Galahad Héleis.
El camino era arduo. La arena ardiente y las rocas llagaban sus delicados pies,
descalzos tras dos semanas de marcha. La vastedad dorada la asfixiaba. El horizonte
temblaba ante ella y los arbustos casi secos crepitaban con el viento que le secaba la
garganta y cuarteaba sus finos labios. Cerró los ojos, inmóvil; el sol dibujó sombras rojas
en sus párpados. El vacío de recuerdos la abrumó: ya no existían las risas, ni el perfume
del agua, o el canto de las flores. De su piel habían huido las caricias y los besos
húmedos; y de su boca el sabor café de aquellos ojos que viera en medio de una tarde
de llorosos paraguas.
De pronto se apagó el sol y una negrura atronadora amontonó cientos de guijarros
contra su cuerpo. Abrió los ojos y el fuego de la arena los hirió cruelmente. Apenas
alcanzó a ver los relámpagos azules y la tempestad creciente cuando debió cerrarlos de
nuevo y cubrirse el rostro con las manos. La lluvia helada comenzó a asaetearla y se
encontró hundiéndose en la arena húmeda; con esfuerzo empezó a caminar en busca de
un vano refugio. Casi ciega, aterida ahora de frío y fiebre, logró guarecerse tras unos
restos rocosos de los cuales, cada tanto, llovían pequeñas piedras. Al cabo la tormenta
pasó y dejó ante sus ojos un paisaje totalmente distinto. Lo que antes era un desierto
vacío de vida ahora era un desfile de especies escapando de sus madrigueras inundadas
o corriendo a hundir su rostro en los charcos de agua fresca; las flores abrían sus pétalos
como bocas sedientas. El sol retozaba sobre el horizonte difuso, y parecía un cuadro de
Manet. Entonces Ameliè recordó. Recordó viajes, caminatas al atardecer, el gusto a
chocolate helado y canela en unos labios ardientes; un muelle y un barco blanco como
un cisne. Recordó sensaciones, colores, pero también angustia, horror, el calor espeso de
la sangre. Con los ojos llenos de lluvia se arrastró fuera de su refugio hasta un charco
cercano; el agua estaba fresca y su sabor acre y terroso pero bebió hasta dejarlo
prácticamente seco. En el fondo vio su rostro como hacía años no veía: el rostro puro e
inocente de una niña que no ha conocido lo amargo. Su sonrisa iluminó la noche
estrellada del desierto.
Al amanecer un grupo de turistas se desvió del camino y la encontraron, desmayada y
al borde de la muerte, entre varios castillos de arena semiderruidos. Su rostro estaba
demacrado y su cuerpo débil, pero en ningún momento desapareció la sonrisa de sus
labios.


Galahad Helèis

No hay comentarios:

Publicar un comentario